Milei ante el paro de la CGT: más presión que conducción y una debilidad que ya no puede disimularse

En la Casa Rosada las alarmas están encendidas hace rato. Pero esta semana, la sensación se volvió más espesa. Como una humedad interna que empieza a trepar por las paredes del poder, dejando manchas de desgaste y señales de descomposición política. En medio de la turbulencia en los mercados internacionales, el paro general convocado por la CGT para el jueves 10 de abril —precedido por una movilización frente al Congreso el día anterior— encuentra al gobierno de Javier Milei no sólo debilitado en su frente parlamentario, sino también aturdido en el intento de comprender un clima social que, de a poco, empieza a cambiar de temperatura.
El paro no es el primero —ya hubo otros dos durante el 2024— pero sí el más amplio en términos de adhesiones sindicales y sociales. No por la CGT en sí, que hasta hace poco se movía con pie de plomo, sino por el momento político en que se inscribe y por el malestar acumulado que busca canalizar. La imagen presidencial empieza a mostrar signos de fatiga no por la acción de una oposición tradicional, sino por una sucesión de errores propios: una política exterior errática, la estafa cripto de $LIBRA que amenaza con derivar en una comisión investigadora en Diputados, la derrota legislativa por los pliegos para la Corte Suprema. Todo envuelto en un discurso que se radicaliza mientras la economía se vuelve cada vez más incierta.

Este miércoles 9, desde el mediodía, comenzarán a concentrarse las columnas gremiales frente al Congreso. Pero la convocatoria, vale decirlo, no es exclusivamente sindical. Ese día se sumarán a la protesta que cada semana protagonizan los jubilados. Son ellos, más que cualquier otra expresión organizada, quienes mantuvieron la llama encendida de la protesta social contra el ajuste. Aún en soledad, aún bajo represión, fueron persistentes. La CGT llega después. No como protagonista, sino como acompañante de una combatividad que no nació en Azopardo, sino en las veredas donde una jubilación mínima dejó de alcanzar para comprar lo más elemental.
Por eso, más que una decisión estructural, el paro parece haber sido una reacción inevitable. Lo que empezó como una jornada de protesta de 24 horas se estiró a 36, con el agregado del miércoles por la tarde como prólogo. El Gobierno lo sabe. Y por eso movió sus fichas en las últimas semanas para intentar contener el impacto.

La clave es el transporte. En Balcarce 50 consideran que si hay colectivos, la huelga pierde fuerza. Y entonces llegó la jugada: la semana pasada, la Secretaría de Trabajo dictó la conciliación obligatoria en el conflicto salarial que enfrenta a la UTA con las cámaras empresarias. Lo hizo con precisión de relojero: los diez días hábiles de vigencia cubren, por supuesto, el 10 de abril. Así, el oficialismo busca que el gremio de los colectiveros quede legalmente inhibido de sumarse a la medida.

La argumentación es discutible. Porque el paro de la CGT no tiene relación directa con el conflicto que enfrenta la UTA. Son causas diferentes. Lo que se intenta bloquear, en rigor, es la posibilidad de que el transporte público se sume a una huelga general convocada por motivos más amplios: paritarias libres, aumento de emergencia para los jubilados, defensa de la industria nacional, rechazo a la represión, y una lista larga de reclamos que, según la central obrera, reflejan el deterioro acelerado de la vida cotidiana.
Este lunes, Héctor Daer buscó despejar ambigüedades. En una declaración breve pero elocuente, el secretario general de la CGT ratificó la medida de fuerza para el 10 de abril y cargó contra la indefinición de la UTA. “Una conciliación obligatoria sectorial no imposibilita la adhesión al paro de la CGT”, remarcó en diálogo con Radio Ravadavia, al tiempo que recordó que la medida fue votada por unanimidad y dejó entrever cierta incomodidad con el rol del gremio de colectiveros.
Es que lo que en los papeles es una estrategia de contención, en la práctica podría generar fisuras. La conducción nacional de la UTA, encabezada por Roberto Fernández, es renuente a confrontar con el Gobierno. En las seccionales del interior hay clima de ruptura. Algunas ya anticiparon que podrían adherir, incluso con la conciliación vigente. En el AMBA también hay tensiones. Fernández enfrenta críticas internas y, en la CGT, hay malestar creciente. “Ya son más de 80 las regionales que normalizamos en estos meses. Y en el reglamento está prevista la expulsión de un gremio. Nunca se usó. Pero siempre hay una primera vez”, se escuchó decir en los pasillos de Azopardo.

La reacción del oficialismo, mientras tanto, se mueve entre el desprecio discursivo y el cálculo defensivo. En los últimos días, funcionarios como el jefe de Gabinete, Guillermo Francos, y el secretario de Trabajo, Julio Cordero, mantuvieron contactos reservados con algunos gremialistas, buscando alguna señal de distensión. No la encontraron: Daer apuntó este lunes contra la Casa Rosada al señalar que “hay diálogo, pero no hay negociación”.
En público, el Gobierno dice que no hay reclamo puntual, que el paro es político, que los sindicatos son parte de “la casta”. Francos llegó a calificar la medida de “ridícula” y advirtió a los gremios sobre sus consecuencias. En privado, en cambio, el análisis es menos ideológico. Saben que esta vez no es solo la CGT. Son también las CTA, los movimientos sociales, los jubilados, la izquierda y el sector público y privado, algunos con historia, otros con bronca reciente.
El jueves no se espera una paralización total. Pero tampoco será una jornada más. Aerolíneas Argentinas ya alertó acerca de vuelos que serán afectados. La actividad bancaria será dispar. El sistema educativo funcionará a media máquina. Y en muchas provincias habrá una adhesión significativa, aunque heterogénea. En definitiva, se trata de una postal en movimiento de la disconformidad. Más un aviso que una rebelión.

Sucede que en la CGT no quieren hablar de continuidad. Tampoco de escalada. Pero saben que el clima cambió. Hace apenas unos meses, figuras como Andrés Rodríguez (UPCN) desalentaban cualquier tipo de medida de fuerza. Hoy, esos mismos dirigentes se sientan en reuniones donde se organiza la marcha que tendrá lugar este miércoles y que contará con un operativo de seguridad similar al que se desplegó durante la movilización del 19 de marzo pasado: se instalará un vallado perimetral que evitará el contacto de los manifestantes con las fuerzas de seguridad.
En este contexto, se cuela una discusión más profunda: si los sindicatos deben o no volver a ocupar un rol central en la escena política. Por ahora, lo que hacen es cubrir un vacío. Porque la oposición parlamentaria no logra articular una estrategia común, y el oficialismo parece más concentrado en agitar enemigos imaginarios que en resolver los problemas reales.
El paro no resolverá ninguno de esos dilemas. Pero es una señal. No de fortaleza gremial ni de coordinación opositora, sino de algo más crudo: el desgaste. El Gobierno podrá burlarse de los sindicatos, minimizar la protesta o insistir con que todo es parte de una conspiración. Pero cada vez que la calle se llena, algo se vacía en el poder. Y ese algo, cuando no se atiende, termina costando caro.
PL/JJD
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