Hans Christian Andersen dormía tranquilo gracias una insólita nota que evitaba que muriera por error

Dormía con una nota en la mesilla que decía que no estaba muerto. Cada vez que se acostaba, la dejaba bien visible, por si acaso. Hay quien carga un amuleto, otros se encomiendan a un santo. El escritor Hans Christian Andersen el papel. La tapefobia, el pánico a ser enterrado vivo, no es tan común hoy, pero hubo una época en la que ese temor era más fuerte que el de morir. No por la muerte en sí, sino por la posibilidad de abrir los ojos dentro de un ataúd.
En los últimos días de su vida, el autor suplicó a Dorothea Melchior que le cortara las venas si parecía haber fallecido, para asegurarse de que no se trataba de una falsa alarma. Según Jackie Wullschläger en su biografía Hans Christian Andersen: The Life of a Storyteller, ella le respondió en tono de broma, diciéndole que hiciera lo de siempre y dejara una nota a su lado que dijera: “Solo parezco estar muerto”. Esa costumbre suya no era ningún capricho puntual. Algunos afirman que llevaba el mensaje incluso colgado del cuello.

La idea de despertar sepultado lo perseguía desde mucho antes de enfermar. No se trataba de una superstición ligera, sino de una preocupación diaria. Andersen no confiaba en que la gente supiera distinguir bien entre un cuerpo sin vida y uno que solo parecía inerte. Así que tomaba precauciones como quien lleva paraguas aunque no llueva.
Un miedo que no descansaba nunca
En su caso, las precauciones iban desde papeles hasta planes de emergencia más elaborados. Cada decisión estaba cargada de un cálculo minucioso ante posibilidades que solo él contemplaba con tanta seriedad.
Ese tipo de previsión encajaba con otro de sus temores más persistentes: un miedo visceral a los incendios. No solo evitaba velas o chimeneas; cuando viajaba, metía en la maleta una cuerda por si tenía que descolgarse por la ventana. Wullschläger lo cuenta con naturalidad, como parte del retrato de alguien con una imaginación tan activa como desbocada.
Su biografía no recoge únicamente esta manía. También menciona su rechazo absoluto a los perros, que lograron infiltrarse incluso en algunos de sus cuentos como figuras amenazantes, y su obsesión con no comer cerdo por temor a contraer triquinosis.

Lo de la comida, en general, era todo un asunto. Si notaba un sabor raro, le entraban sudores. Había días que pensaba que le estaban envenenando. Y lo curioso es que, en su época, ese temor tampoco era tan descabellado. Las infecciones transmitidas por alimentos eran bastante más frecuentes de lo que se suele imaginar ahora. Pero lo suyo iba más allá de la prevención razonable: rozaba el pánico.
No era un hombre especialmente tranquilo. Su biografía está salpicada de episodios en los que actúa movido por miedos constantes. Muchos de ellos no tienen que ver con enfermedades ni accidentes, sino con situaciones en apariencia cotidianas. Pero en su cabeza, cualquier detalle podía volverse una amenaza. Esa mezcla entre sensibilidad extrema y temor permanente se coló también en sus cuentos, aunque de forma más sutil.
Al final, no hubo cuerda ni nota que lo salvara de lo inevitable. Murió en la casa de los Melchior, rodeado de personas que conocían de sobra sus rarezas. La nota seguía allí, por si acaso. Aunque era evidente que no dormía.
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